Da un paso tras otro, suspira con las manos sobre el rostro, esas manos que recogen sus turbias lágrimas y desenmascaran su dolor ante las máquinas. Las nubes, testigos de la masacre, lloran sobre el follaje de verde azulado que está cansado de soportar el pesado aire y los gases radioactivos. El llanto y el silencio no dan lugar a la belleza de la danza que la luna apreciará en la noche, quizás el cansancio le ganó la partida al dolor y la lluvia no anima al árbol que resiste, pues su tristeza es profunda y afilada.
Un ser sediento, entre cables, apuñala al árbol en un costado y lo desangra, pero no hasta la muerte. El suelo árido de los alrededores, dónde yacen cadáveres de animales descompuestos, se viste de los pasos de la máquina que colma de alegría su boca sedienta y del desperdicio de una bocanada de oxigeno que arroja el árbol moribundo al aire viciado. La luna baila ahora con el árbol pues la noche ha llegado al fin, la calma se hace presente entre la muerte y el rugido de las fauces metálicas que cesan.

Ahora el árbol yace cansado, sobre el suelo, vomitando un fluido aceitoso y recitando un poema que las máquinas graban y habrán de reproducir en la inmensidad del mundo deshabitado. El árbol susurra, suspira, hace una pausa, se levanta para mirar el cielo y sus colores grisáceos y deja correr por su rostro la última lágrima de su moribundo sueño. El árbol baila al fin, entre pasos graciosos y lentos, como los de un desahuciado, arroja sus brazos al viento y sus hojas ya resecas se alivian en el suelo y crujen bajo el baile maldito que cesa con un último suspiro, un suspiro de muerte, un suspiro de llanto.